17 de Mayo de 2024
Entorno Político | OPINIÓN
Jueves 03 de Agosto de 2023 | 8:23 p.m.
Juan Fernando Romero
Juan Fernando Romero
Paisajes
Nueva casa para muchos: Chicago

Para Ros y David Emilio

 

No hay tal globalización en decadencia: los seres humanos tenemos integrados en el organismo una brújula que nos lleva hacia el norte: hace decenas de miles de años nuestros antepasados caminaron del sur del continente africano hacia el norte y llegaron al Medio Oriente y mucho después a lo que será Europa. Tiempo después, otros miles de humanos bordearon el continente asiático siguiendo la costa hacia el norte, hasta las islas Aleutianas, donde el extremo frío los obligó a modificar la brújula, y seguir el rumbo hacia el sur, en busca del sol, pero algunos permanecieron en lo que ahora es Alaska, Canadá y el norte de los Estados Unidos, pensando en la próxima globalización.  

Durante miles de años los mares fueron una frontera natural al instinto migrante de la humanidad, hasta que don Cristóbal, imaginativo como en realidad era, enseñó a don Fernando de Magallanes de qué se trataba la circunnavegación, permitiendo así proliferar la ambición de los colonizadores europeos. En el siglo XXI las grandes emigraciones han seguido el patrón norte por razones no muy distintas: hoy es la economía de subsistencia; pero ahora nos detendremos un poco en el XIX, ¿por qué persistió ese norte en las migraciones internas de los todavía jóvenes Estados Unidos, dado el largo invierno con temperaturas por debajo de 10° C durante meses? 

Una razón sin duda fue la presencia de los ríos y los Grandes Lagos que aseguraban el abastecimiento de este líquido vital, garantía que lo fue también para la semi-nómada población indígena que en ese sitio se detuvo, y que a fines del XVIII, generó una población mestiza naciente con los franceses que ahí procrearon, lo que marca el posible inicio del principio de “integración racial” del territorio: una apertura cultural no inglesa que está en la raíz de Chicago. 

Años adelante se generó en esa región un “stop” en el famoso camino hacia el oeste de los norteamericanos del XIX, sólo que lo fue en este caso, sin oro, ni promesas abiertas de futuro próspero, pero sí con la libertad manifiesta en el paisaje del enorme lago –otro mar; la población fundamentada en el comercio fue lentamente creciendo debido a esta intersección en el camino de “las masas”, hasta que el hierro del ferrocarril con su promesa de futuro llegó a esta tierra-agua.

Chicago se convirtió paulatinamente en un mercado enorme en la confluencia de caminos fluviales en el cruce norte-sur, y el terrestre del eje este-oeste de los Estados Unidos: trigo, maderas, alcohol, armas, textiles, pescado, ganado y sus derivados, salpicados de cocinas que multiplicaron la alimentación, restableciendo así las energías perdidas de cualquier romero, y –sobre todo- brindando al viajero en su inmensidad, espacios para asentarse sin molestar al vecino, que es del otro lado del mundo: al respetarlo, me gano mi propio respeto, y ello me da la oportunidad de dar gracias por este sitio al que se ha llegado con los favores de los dioses de cada quien, devoción manifiesta en la erección de representaciones tangibles de su fe: infinidad de templos de distintos ritos, universal sin pecar de ser católica, que abre una y otra vez sus puertas al peregrinaje de miles de kilómetros y sufrimientos inacabables: ya se ha encontrado trabajo y modos de vida en la constante construcción de vivienda, con madera ganada a los bosques primero, con acero y vidrio después, en el constante ascenso hacia arriba, y más arriba, hasta dominar el mundo, si, con la sangre, sudor y lágrimas de los inmigrantes, incluidos los ingleses (como la madre de Trump; su hijo, por cierto, es propietario del único edificio que mancha el horizonte de Chicago, pero que también muestra la necesidad de manifestar el orgullo de haber crecido en ese nuevo, misterioso país).

El sueño americano primero, la pesadilla americana después, han sido un refugio para esos cientos de miles de gentes atraídos por una supuesta melting pot -o crisol de culturas que no acaba de fundirse-. Durante todo el siglo XX y en lo que va del XXI, Chicago ha recibido a grandes migraciones europeas, primero, y después chinos, japoneses, italianos, españoles, franceses, mexicanos –sobresaliendo oaxaqueños y michoacanos-, ecuatorianos, árabes, escoceses, guatemaltecos, y más; prácticamente, a todo el mundo. No obstante la difícil historia de sus propios caminos, esos cientos de miles de seres humanos han llegado a una tierra sagrada en términos de culturas indígenas, un Santuario, río y fuente de agradecimiento, donde la esperanza renace día a día en la paz del Gran Lago. 

Todo ello otorga una variada morfología social a Chicago, la ciudad que hace material el tal sueño, llenándola de signos y símbolos de todo el mundo, lo que puede observarse hoy en trenes, metro, camiones y transeúntes por todas las calles y mercados que abundan en sus especialidades nacionales, lo que le da a la ciudad una sensación de visita a una especie de “museo vivo” en constante movimiento, una arquitectura móvil hecha de mosaicos audiovisuales oyendo jazz, rap y música jarocha y viviendo experiencias multiétnicas: puedes encontrarte con cualquier nacionalidad al doblar la esquina o bajarte del uber, manifiesta no sólo físicamente en peinados y variada vestimenta, sino en la distinta sonoridad de sus lenguajes, que se disfrazan con el inglés y que salpican con diálogos incomprensibles para los otros. Obviamente, es necesario ser muy respetuoso de estas manifestaciones culturales y/o físicas, pues por ello Chicago ha llegado a ser lo que es, superando las perspectivas de discriminación de un pasado no muy lejano. 

Chicago se ha construido a sí mismo como un laboratorio social, antropológico y urbano, pues desde la primera respuesta humana al medio hostil del invierno, adaptaron el medio al hombre, y no al revés: construyeron refugios contra el frío y el viento llamadas sucesivamente casas, iglús, hogares, sucás, edificios; y los edificios construyeron ciudad. La arquitectura de Chicago es una respuesta al desafío de las condiciones materiales; es una especie de conjunto de tótems moderno, quizá heredado de las prácticas de las etnias que ahí o en sus cercanías, tuvieron efecto hace miles de años. 

Hoy el río Chicago es expresión de autonomía y fuerza alcanzada por el agregado de torres que contuvieron al edificio más alto del mundo y que manifiestan el dominio de la naturaleza: y lo logran, no sólo con la ciencia, sino con el arte, no sólo con las armas de la técnica aplicadas en el vidrio y el acero que después de dormir en los durmientes, crece, crece, crece y crece en un sueño de dominio real; pero no es sólo la expresión de un sueño fálico con interpretación psicoanalítica, o la pesadilla de un capitalismo desafiante y ostentoso y solemne, pues, también, encierra y despierta al arte, la sensibilidad espiritual del ser humano que aspira a ser como Dios: desde la altura del Hombre, el río se convierte en un arroyo, la gente en hormigas, el pasado desparece ante un futuro novísimo, ante un futuro que ya no es promesa sino realidad: la mirada humana domina la tierra. 

Viajar ahora en el río Chicago es viajar en el tiempo, no sólo al siglo XX: es un museo fluvial que destila riqueza y poder, que muestra la belleza del arte humano expresado en su propia vivencia: su vivienda erigida con suprema elegancia sobre el río de la historia, no sólo de la historia local que arriba se esquematizó, sino la historia del hombre que emigra… 

y se detiene a dominar el horizonte. 

Viajar por el río Chicago es ver una sinfonía que fluye con música de Debussy, o un vals de Ravel: el horizonte del río es un tema tan impactante que requiere de otro espacio, aquí sólo recurro al azul del cielo y al verde río, a la multiplicación de espacios concretos creciendo hacia el cielo, blancos, negros, azules, al sol que juega reflejado en miles de cristales, uno tras otro, uno tras otro, en un desfile de rectángulos y cilindros, trapezoides y cubos que se dirigen hacia el infinito y son destellados también en el temblor del agua, en el temblor del asombro, que mis ojos admiran. Estar río arriba y río abajo admirando estos edificios-templos es percibir de pronto un koan: reconocer el valor sagrado de ese sitio.        

Se trata, por otro lado, de la historia del incendio que prácticamente destruyó la ciudad en 1871: su madera prendió alimentada por los vientos, el fuego consumió prácticamente toda la ciudad, que como ave Fénix se levantó, y muy alto se elevó: la transformó en la cuna de la modernidad estadounidense, en la concreción material del sueño americano. Mucha enseñanza dejó este fuego, entre la cual destaco dos: se creó la Escuela de Arquitectura de Chicago y las bibliotecas públicas se multiplicaron, con apoyo del Reino Unido, de particulares y del gobierno: hoy cualquier caminante puede leer un libro en un dispositivo ad hoc en muchas esquinas de la ciudad.

Los desafíos fueron extremos, y quizá esta es una de las explicaciones indirectas para el desarrollo de la otra famosa Escuela de Chicago, la de economía neoliberal, donde en los sesenta del siglo XX, los Chicago boys procesaron mentalmente las experiencias de sus antepasados, nutriendo el pensamiento capitalista del laissez faire y laissez pase de la economía clásica con el libre pasar de los vientos que los dejaron hacer y los dejaron pasar, a sus abuelos, sin fronteras físicas ni ideológicas.

Eso quizá estuvo muy bien, sólo que el mundo no es Chicago, y por supuesto no se justifica la explotación humana que significa la acumulación de tanta riqueza, ni tampoco la desigualdad generada e incrementada con su propia construcción; sin embargo, abriéndola con los ojos del asombro, con un sentimiento religioso, la ciudad guarda el mismo sentido de las catedrales góticas y las pirámides antiguas: son centros de poder que antropológicamente construyen los seres humanos para expresarse, no sólo imperialmente, sino también sensiblemente, uniéndose con este mundo desde el arte materializado con fuerza: esta riqueza no se debe ocultar, ni avergonzar, sino celebrar, pues finalmente  pirámides y tumbas, edificios e iglesias, templos y mercados, son de todos los hombres y mujeres: son nuestra historia, una historia que ni se quema, ni se rompe en girones, desafiando la fuerza de los vientos.

Para terminar, hay una liga en apariencia sutil entre los rascacielos y las “profundidades” de aproximadamente treinta museos en Chicago, pues ¿qué tiene que ver la amplitud de horizontes de más de cuatrocientos metros de altura con los dinosaurios del museo de historia natural? ¿O cuál es la relación entre el paisaje del metro, el highway y el paisaje reproducido de la sabana africana o un Van Gogh? La ferocidad de un Triceratops es mucho mayor que la de la policía chicaguense, sin lugar a dudas: más de lo que se enseña adentro, se aprende afuera, como lo muestra este mismo texto, pero, ¿por qué visitantes y ciudadanos comparten la misma semilla de su ser: el mismo “frijol”: una gota que refleja el mundo desde sus/tus ojos y tu/su propia cámara? 

Chicago no sólo esconde secretos, sino que los germina: de la profundidad de sus museos escurre hacia arriba el mercurio que está creando el futuro: sube a verlo.

*** Las ideas y opiniones aquí expresadas son responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente reflejan el punto de vista de Entorno Político.

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