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Durante décadas, el Poder Judicial mexicano ha sido una especie de club exclusivo: reservado, intocable, y con prestaciones dignas de un cuento de hadas. ¿Democracia? Solo cuando se trata de los demás. Porque para ellos, los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), la toga era más que un símbolo de autoridad: era la capa de invisibilidad ante la rendición de cuentas.
Recordemos la estructura antes de la reforma de Ernesto Zedillo en 1994. En aquel entonces, la Corte contaba con 26 ministros, muchos con mandatos vitalicios. Sí, leyeron bien: vitalicios, como si fueran monarcas constitucionales. Se les nombraba desde Los Pinos, bajo el argumento de que los juristas debían ser "autónomos", aunque eso significara sumisos al presidente en turno. La lealtad, al parecer, era más útil que el conocimiento jurídico.
Zedillo hizo lo suyo tras la crisis del 94: redujo el número a 11 ministros y les puso un tope de 15 años. Pero ojo, no se confundieron: no fue una reforma para democratizar, sino para reconfigurar el control. Se creó el Consejo de la Judicatura Federal —el órgano que vigila jueces y magistrados— pero con mayoría de miembros nombrados también por el Presidente y la Corte. Un círculo perfecto de autocuidado.
Luego vino la reforma del 2008, con Felipe Calderón, la del "juicio oral" y la "seguridad jurídica", mientras el país ardía en llamas con la guerra contra el narco. Los ministros seguían intocables, eso sí. Esa reforma nunca tocó su sistema de privilegios. Porque lo que no se ve (las pensiones doradas, los viáticos ofensivos, los seguros de gastos médicos mayores para ellos y sus familias) no se discutían.
Y ahora, en 2025, tras décadas de simulación, se plantea una verdadera reforma estructural: reducción a 9 ministros -5 mujeres y 4 hombres- duraran en el encargo 12 años, la reducción a elección por voto popular de ministros, magistrados y jueces. La élite togada gritaba "¡populismo!", "¡autoritarismo!", como si ellos hubieran sido electos en algún momento por alguien que no fuera otro miembro de su casta. Pobres, les quieren quitar el traje de invisibilidad y dejarlos en trusa frente al pueblo.
¿Por qué la ciudadanía necesitaba esta reforma? Fácil:
Y lo peor: todo eso lo pagábamos nosotros. Porque en este país donde hay niños sin clases por falta de maestros, los ministros tenían asignados chofer, guardaespaldas, cocina de lujo, y sueldos de más de 500 mil pesos, autos blindados, ayudantía hasta en casa, etc. ¡Qué injusticia... vivir sin justicia y tener que pagarla además!
Ahora bien, no todo en esta reforma fue un acto de justicia ciudadana. Lo que no debió ocurrir —y terminó manchando de origen el proceso— fue permitir que los gobernadores convirtieran la elección en una competencia de acarreo. En lugar de construir una auténtica participación popular, se recurrió al viejo guion: operadores, listas cargadas, votos dirigidos. Lo que debía ser una oportunidad histórica para que la ciudadanía decidiera libremente quién impartiría justicia, terminó convertido en una elección más, manipulada desde palacio a través de sus esbirros. Así, en vez de romper con el pasado, se le cambió el nombre al dedazo y se le pusieron urnas enfrente.
La reforma era urgente. No es perfecta, no es mágica, pero sí necesaria. Porque si vamos a vivir en una democracia, los que imparten justicia deben tener algo más que títulos nobiliarios y buenos trajes: deben tener legitimidad, probidad y capacidad. Y nada legitima más que el voto de la gente. Aunque claro, eso implique que, por primera vez, los ministros tengan que salir a la calle… y enfrentarse a algo más intimidante que un expediente: el escrutinio público.
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